miércoles, 6 de febrero de 2008

1:17 a.m.


En tiempos donde el catastrofismo está a la vuelta de la esquina (ver Soy Leyenda, Cloverfields, etc.), aquí la obra maestra del subgénero: un padre y un niño atraviesan una pesadilla posnuclear en busca de quién sabe qué. Tal vez van impulsados por la inercia propia del síndrome de la otra orilla (ese querer estar siempre al otro lado, en la margen opuesta); o quizás sólo por aquello que decía Chatwin, que llevamos grabado en la médula nuestros futuros desplazamientos y traslaciones.

La narración, entonces, se vuelve letanía. Éste es el negativo del relato americano: la fantasía de iniciación beatnik, el viaje en carretera idealizado por Kerouac, torna en aprendizaje de la muerte; al vigor de Whitman que planteaba a la naturaleza como espacio idílico de la celebración vital, se le contrapone la visión –muy contemporánea- de una naturaleza inestable, impredecible, cruel e inmisericorde, bastante cerca, dicho sea de paso, de lo que plantea Sam Harris en The Edge.

Y el relator de este reverso de lo americano es nada menos que Cormac McCarthy, para muchos el nuevo Faulkner, con quien comparte una concepción del hombre en absoluto alentadora y un punto lírico en la prosa que conmueve al lector literario. ‘La Carretera’ es en este sentido terrible: páginas y páginas de cenizas, penurias, un tratado sobre la desolación geográfica y sicológica que pareciera motivado por un genio obsesionado con demostrar la validez de la paradoja de Fermi. Ahí emerge lo que in extremis nos sostiene; naufragan nuestras convenciones, nuestros cariños aprendidos, nuestra solidaridad a préstamo. Esta es la quintaesencia de la obra de McCarthy: echar al hombre al vacío, dejarlo solo, estudiar ahí sus dobleces, su violencia prístina, la ambigüedad de sus decisiones más allá de la moral, su irónica conversión a lo primitivo, a lo que en verdad es. Y en ese camino, un padre que posee un único recordatorio de la civilización: su hijo. Y en ese andar, un hijo que funciona como un inhibidor de la crueldad (la frase es de Monsiváis).

En un momento me vi tentado a coincidir con el ‘Escorpión’ respecto a los méritos de la traducción, pero al final encontré sistémicas las inflexiones de voz y las licencias gramaticales, así que sin haber cotejado el original, prefiero que pasen como atribuciones de autor que como traducción fallida. Y aunque por todo lo dicho está claro que la novela te deja en el piso, es imposible no alentar su lectura: es una obra maestra de nuestro tiempo.

La cita de 'La Carretera’:
"Tal vez en su destrucción sería posible al fin ver cómo estaba hecho el mundo. Océanos, montañas. El fatigoso contraespectáculo de las cosas dejando de existir. La extensa tierra baldía, hidróptica y fríamente secular. El silencio".

La recomendación: Seguir en McCarthy con la ‘Trilogía de la Frontera’ o ‘Meridiano de Sangre’. También, por asociación llegué a la poesía de Charles Simic, especialmente ‘El Mundo no se Acaba’, donde según el traductor y prologuista Mario Lucarda la naturaleza es, en contraste, “redentora del dolor humano”.

La sorpresa: Es imposible no vincular un pasaje de ‘La Carretera’ con una canción de Spinetta. Aunque resulta difícil imaginar a McCarthy escuchando al argentino, les dejo el pasaje ad hoc y el vídeo de la canción para que saquen sus conclusiones. La afinidad es alucinante:
"...Hizo ruidos de tren y de sirena diésel pero no estaba seguro de qué podían significar para el chico esos ruidos. Pasado un rato se quedaron sin más frente al parabrisas cubierto de ceno mirando hacia donde la vía torcía para perderse en la fosca. Si vieron mundos diferentes sus conclusiones fueron las mismas. Que el tren se iría descomponiendo a perpetuidad y que ningún tren volvería a funcionar jamás. ¿Podemos irnos papá? Sí. Claro que podemos".

La crítica: Me siento más cerca de Ron Charles que de Janet Maslin. Tal vez, por la mención a George Romero como sustrato y este párrafo:
"But even with its flaws, there's just no getting around it: The Road is a frightening, profound tale that drags us into places we don't want to go, forces us to think about questions we don't want to ask. Readers who sneer at McCarthy's mythic and biblical grandiosity will cringe at the ambition of The Road . At first I kept trying to scoff at it, too, but I was just whistling past the graveyard. Ultimately, my cynicism was overwhelmed by the visceral power of McCarthy's prose and the simple beauty of this hero's love for his son".

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